Hacer memoria: un mandato paradójico

por Nicolás Prividera

"De la abyección", Crítica de Kapo escrita por Jacques Rivette

Desde que existe la autoconciencia de “género” (es decir, prácticamente desde sus inicios como tal, cuando Grierson definió el término a partir de Flaherty), documental y memoria son términos intercambiables. El cine se asume como registro de “lo que ha sido” (como decía Barthes hablando de la fotografía), para conservarlo entre luces y sombras (la “momificación” baziniana). Pero esa concepción iluminista y antropológica solo devino mandato (est)ético tras la experiencia límite del exterminio planificado (que para Godard es el punto central –y ciego–del cine como arte del siglo XX). Desde su lenta pero contínua revisión, la pregunta sobre cómo dar cuenta del horror (ese pasado que no pasa) atravesó la historia del cine con tanta constancia como desconfianza.

Pues casi desde el inicio los trabajos sobre la memoria percibieron, como si fuera consustancial a su mandato, los peligros del memorialismo y la espectacularización. Ambos fueron expuestos hacia mediados de los años 50 por una película (Nuit et brouillard de Alain Resnais) y una crítica (“De la abyección”, de Jacques Rivette), igualmente famosas y fatalmente concéntricas. De ambas surge luego ese antimonumento llamado Shoah (de Claude Lanzmann), que rebautiza al “holocausto” tras una miniserie de TV con ese nombre que resumía a su vez las trampas del memorialismo y la espectacularización. Denunciando que finalmente son términos simétricos: uno sirve a la invisibilidad (via saturación) y otro a la insensibilidad (vía catarsis). Como si el mandato de recordar terminara inevitablemente en la burocratización y la banalización. ¿Cómo escapar de ellos, entonces, para devolverle a la memoria su irredenta incandescencia?

Resnais y Lanzmann tenían su respuesta, que pese a todas sus diferencias era semejante: actualizar “lo que ha sido” (ese otro sentido inexcusable del documental, el deber sobre su mero ser), mostrar el pasado presente. Auschwitz era la metonimia de un común olvido que revestía hasta las formas de la memoria, como parece reafirmarlo 60 años después una película como Austerlitz (de Sergei Loznitsa), en la que el campo silencioso se ha convertido en una bulliciosa excursión más. Incluso la película misma es una huella de esa degradación, no solo porque Loznitsa no sea Resnais, ni Sebald (inspirador del título) esté a la altura de Proust, sino porque nuestra época se ha entregado hace rato a esa mezcla de memorialismo y espectacularización llamada posmodernidad, en la que películas-“holocausto” como Schindler’s List terminan siendo tan culpablemente inocuas como un campo de exterminio transformado en un fondo más para las selfies. Allí donde Nuit et bruillard o Shoah fustigaban con el látigo de la paradoja (para decirnos que recordar es tan necesario como imposible), buena parte del cine contemporáneo parece entregado al ejercicio mecánico de la memoria o su condescendiente imposibilidad.

“Nuit et brouillard”, de Alain Resnais

¿Cómo filmar lo infilmable (la memoria y su paradójico mandato), entonces? La respuesta siempre estará en una literal “puesta en duda” (a lo Resnais o a lo Lanzmann, a lo Marker o a lo Agüero): encontrar formas siempre renovadas (distanciadas del memorialismo y su devenir espectáculo, diría Comolli) para interrogar al pasado mostrando su equívoca huella en el presente, y al presente mostrando su contínua puesta en abismo del pasado. No solo el fantasma de lo que ha sido, ni lo que será a su vez momificado por la cámara (documento o monumento), sino el espacio entre esos tiempos imposibles que el cine juega a capturar (aunque en verdad la peor ficción intenta suturar, y el mejor documental desgarrar), y que se vuelven visibles cada vez que un espectador actualiza esas imágenes desde algún aquí y ahora preciso, vuelto a interrogar por esa memoria inconsolable que es el cine (o al menos las películas que no se conforman con ser versiones consoladoras de la Historia).