Las fuerzas gravitatorias del olvido

por Rafael Guilhem

Desaparición de 43 estudiantes en Ayotzinapa. “Un día en Ayotzinapa 43” (2015) de Rafael Rangel

Desconozco algún documental que transcurra enteramente en el espacio cósmico. No me refiero a testimonios de astronautas o científicos que evoquen el orden planetario, sino a registros hechos en el lugar mismo; una filmación in situ. En cambio, las películas de ficción dedicadas a viajes interestelares, batallas galácticas y derivas por orbitas desconocidas, han aflorado sin reposo en las últimas décadas. Esta primera impresión templada e imprecisa —que de entrada cancela todas las imágenes y grabaciones que circulan por el internet— me ha llevado a acariciar un segundo postulado aventurado: la tierra ejerce una fuerza gravitatoria mayor sobre el cine documental que sobre la ficción. El primero, parece estar más arraigado a lo finito, mientras la segunda categoría (que no es definitiva, pero sí funcional para nuestro ejercicio reflexivo), da muestras de mayor volatilidad y dispersión. Llevadas a la geografía, estas dos nociones nos invitan a hacer algunas conjeturas. Por principio, la ficción no ha visitado cara a cara el cosmos, pero ha podido, a través de los recursos digitales y los presupuestos millonarios, asistir simuladamente, y de paso, caracterizar una visualidad y sonoridad del universo a la cual los espectadores volvemos una y otra vez. Al documental, por sus circunstancias, le resulta complicado trazar su red sobre estos campos ignotos. El cosmos, en ese sentido, es una arena muy singular para vislumbrar la posición, las variantes y los obstáculos que congrega cada perspectiva cinematográfica: existe, pero por su lejanía, no nos pertenece fenomenológicamente, sino es a través de representaciones y mediaciones diversas.

“Tempestad” (2016) de Tatiana Huezo

El cine documental, por ejemplo —y siguiendo con la disposición territorial—, tiene como núcleo el enraizamiento. Su pacto con lo real es diferencial al que mantiene la ficción. Tal vez más fiel a las reglas y las disposiciones que investiga. ¿Cómo podría el cine documental desde esa naturaleza, trabajar con categorías intangibles como la memoria y el olvido?, ¿pueden estas nociones inmateriales cobrar raíz?, ¿tienen un correlato físico? Son asuntos que existen, como el cosmos, pero que, a falta de imágenes y sonidos —además de sus propiedades intrincadas de difícil acceso—, permanecen absueltos en una zona de tránsito indiscernible. Es algo que está en Werner Herzog, un conquistador de imágenes; alguien que filma lo que no ha sido filmado, pero también, lo infilmable y los límites de lo cognoscible. Su proeza trasluce las intenciones de capturar lo eterno con los medios de un orden limitado, y también, llevar estas muestras caóticas a geometrías concebibles. En el caso de la memoria —de matemática dudosa—, el cine le ha correspondido en modos invaluables con una confianza ciega, a veces con mejores resultados que otras. El común denominador, es que toda inversión en la realidad da al cine un acervo mayor que acumula tiempos y recuerdos; cataloga los hechos y etiqueta las historias sobre sus estantes. En ocasiones como trofeos de la verdad, y en otras como registro de las mentiras. Un cajón para la guerra, otro para la vida en las colonias; los mítines, las dictaduras, y desde luego, de cada tópico una serie de subconjuntos. Figúrese un pequeño aparato —la cámara, la grabadora de audio—, manufacturado con piezas diminutas de metales ensamblados y cristales tallados milimétricamente, con el que se vuelve factible cazar trozos de realidad. Muy probablemente, las llaves de esta biblioteca de la memoria se valuarían en varios bits de poder. ¿Son estas fuentes de riqueza una prueba absoluta de la domesticación humana sobre la memoria?, ¿puede ser memoria eso que es tangible y reproducible?, ¿hemos llegado a un punto en que la memoria es espacial antes que temporal?

“Cavalo Dinheiro” de Pedro Costa

En el mirador opuesto (aunque vamos a dejar este juicio en suspenso), encontramos que el olvido no ha tenido la atención necesaria en el cine, pues difícilmente se repetiría la faena elaborada sobre la memoria. ¿Qué tendría que ver configurar la vista de un lugar con olvidarlo? A diferencia de la ficción —que se conecta en otras formas con el mundo— el documental, atado a lo real, sólo encontraría la sensación de olvido, cuando algo que desapareciera en la realidad, siguiera operando en un metraje o video conservado. Sin embargo, eso sucedería en un caso de consulta de los archivos, pero ¿puede un cineasta filmar con la encomienda de olvidar? El comienzo de esta dilucidación, es reconciliar nuestros términos en cuestión bajo la famosa ecuación de Chris Marker, donde el olvido no es lo contrario de la memoria sino su reverso. El propio Pedro Costa, por ejemplo, dijo a propósito de Caballo dinero(Cavalo Dinheiro, 2014) que él hacía películas para olvidar, no para recordar. ¿Se podría filmar el olvido de una dictadura, un genocidio, o en el caso de México—el país desde donde escribo—, de la desaparición de 43 estudiantes en Ayotzinapa en el año que Costa estrenaba su película? Suena extraño si no nos preguntamos antes ¿cómo politizamos este olvido a través del cine? Pienso en dos salidas. La primera, que bebe de las paradojas que han guiado este escrito, apela a pasar de lo cuantitativo a lo cualitativo, y localizar al interior de los filmes un labrado que, a través de lo material, visible y sonoro, logre fijar la indeterminación. Prolongar un misterio; algo así como capturar un infinito que, a cada revisión de la película, se mantenga. Eso tiene que ver con las formas, el modo en que se organiza la realidad en el orden sensible y sobre el soporte audiovisual. Un ejemplo intermedio es lo que sucedió en México con una serie de documentales que abordaron recientemente la violencia en el país desde otros derroteros, preguntándose cómo hacer para no sumar más sangre, pero manteniendo el rigor y la verdad. Además, de procurar construir artefactos de expiación y atmósfera: Tempestad (2016) de Tatiana Huezo; La libertad del diablo (2017) de Everardo González; Las letras (2015) de Pablo Chavarría; o para referirme al caso antes mencionado, Un día en Ayotzinapa 43 (2015) de Rafael Rangel, que en vez de hacer un recuento de la fatídica noche, toma otra ruta: visitar la escuela donde estudiaban los jóvenes para filmar lo que dejaron: sus objetos intactos, los salones llenos de ausencia y silencio, y el paso del tiempo que no se detuvo ante los deberes y actividades pendientes. Hay ahí una complementariedad entre la memoria y el olvido; una circularidad que recupera los gestos incendiarios, pero custodia el distanciamiento para dar justa dimensión a la consistencia de la realidad. La segunda resolución que se ilumina, pasa por hallar al olvido ubicado como un tejido entre-películas. Una idea mucho más comunitaria, si se quiere, pero igualmente heterogénea. ¿Podrían todas las visiones del mundo reconstruir una especie de aleph borgiano, y así, dejar en el espectador la imposibilidad de visitar dos regiones o más de forma simultánea? ¿Cuál yacería como la aspiración última de esta totalidad? Una clave la habría inventado Alain Resnais con su ambiciosa “toda la memoria del mundo”. ¿Sería el aleph el documental total? Muy probablemente, pero en ese caso el cine perdería su razón de existir, y se volvería cine dentro de una matrix.

Palabras más, palabras menos, el documental se enfrenta hoy más que nunca a la necesidad de invertir su estado. Existen demasiadas imágenes y sonidos rondando y estallando la realidad; acumulando capturas y solidificando con obligación memorias en tiempo real. Su papel mejor articulado, desde lo que logro entender, pasa por disminuir su numeraria y aumentar su discusión interna. Que las películas mismas tengan recuerdos y olvidos; distancias variables con los espectadores. Que aumenten y ramifiquen el mundo antes que acotarlo y repetirlo por multiplicación. Como el cosmos, la memoria y el olvido existen, tienen su biología, pero no dejan de despertar la necesidad de un pequeño imperio: develar que la mirada no es un gesto directo ni una prueba de las cosas. Apenas en las imágenes hay recuerdos supervivientes que mantienen viva su flama, no con el deber de conservarla, más bien como el descubrimiento de la luz de una estrella, extinta hace mucho tiempo, pero viva en su resplandor.