Contagiosas, sinuosas, insinuantes:

La naturaleza de las voces insumisas en Las dependencias de Lucrecia Martel

por Julia Kratje1

“Cuando con Graciela Speranza y Adriana Mancini encontramos las cartas que le escribía a Jovita, descubrimos textos de alguien que ha naturalizado tanto su superioridad sobre el otro… Y eso también era Silvina Ocampo. Más allá de su sensibilidad y de todas las cosas que nos gustan de ella, también era una mina que se sentía muy por encima de los conflictos de los demás y que vivía con naturalidad la servidumbre. A mí, todo eso, me pareció impresionante”, comenta Lucrecia Martel acerca de Las dependencias2, el documental de 1999 que Lita Stantic y Ana de Skalon produjeron por encargo de la Secretaría de Cultura de la Nación para cerrar el ciclo “Seis Mujeres” de Canal 7, donde además se emitieron programas sobre Mariquita Sánchez de Thompson, Ana Perichón de Vendeuil, Encarnación Ezcurra, Juana Manso y Regina Pacini.

Por cierto, las mujeres que trabajan como empleadas domésticas, que cumplen quehaceres extenuantes y desvalorizados por salarios muy bajos y en condiciones laborales con elevados niveles de precariedad y desprotección, suelen aparecer como figuras silenciosas, subexpuestas, ensombrecidas. La división social y sexual del trabajo ordena jerárquicamente sus representaciones con relación a imaginarios étnico-raciales, de clase y de género. Es así que, en la mayoría de las producciones del cine comercial, las criadas, las mucamas y las empleadas constituyen personajes secundarios e ignorados, como si no tuvieran intereses ni afectos propios: se limitan a contestar el timbre, abrir la puerta, recibir llamadas telefónicas y transmitir mensajes. O bien, como sucede en varias telenovelas, las estrellas que encarnan humildes sirvientas enfatizan su entrega bondadosa y sacrificada a las familias que las contratan, aunque su ocupación resulte transitoria ya que, por lo general, terminan casándose con los acaudalados galanes que, casi todas las veces, habían sido sus patrones.

Al margen del menosprecio, del ocultamiento o del mito de la movilidad ascendente, en los últimos años se han multiplicado las películas de ficción y los documentales protagonizados por empleadas domésticas. Estas producciones forman parte de una renovación del cine argentino y del cine latinoamericano, que revela varias mutaciones en cuanto a la figuración de las tareas de cuidado y a las contradicciones que conviven en el interior del ámbito hogareño. En este sentido, uno de los ejemplos más sobresalientes, y pioneros, es el telefilm dirigido por Lucrecia Martel, que incorpora anécdotas de la vida cotidiana de Silvina Ocampo privilegiando los testimonios de su secretaria, Elena Ivulich, y de su costurera, Jovita Iglesias.

Sea por motivos de clase o de generación, vale la pena recordar que en todos sus largometrajes –La ciénaga (2001), La niña santa (2004), La mujer sin cabeza (2008) y Zama (2017)– los sirvientes son los únicos personajes que, junto a niños y adolescentes, consiguen poner en movimiento las historias que empantanan a los adultos. Las dependencias, en esta línea, hace visible el trabajo doméstico, cuyas múltiples dimensiones suelen quedar fuera de foco, y a la vez traza nuevos escenarios para el reconocimiento de aquellas mujeres que ponen su vida al servicio de otras y de otros. Estas dos operaciones, la de enfocar sujetos relegados y la de transformar las condiciones de visibilidad (puesto que no se limita a mostrar el sudor y las penurias de las circunstancias de vulnerabilidad y explotación), están orientadas hacia la crítica de las jerarquías sociales desde un epicentro que resulta paradójico, inclusive desorbitado: la inquietante hermana menor de una de las familias más ricas y aristocráticas de la Argentina.

Voces inauditas, o de la desnaturalización de los antagonismos

En esta casa los sonidos son tan bajos como las voces que escuchaba Juana de Arco.

Silvina Ocampo (Entrevista con María Moreno, 2005)

Las semblanzas de Silvina Ocampo coinciden en describirla a partir de rasgos enigmáticos y elusivos, como una mujer que habita su tiempo “con el sigilo y la astucia de quienes confían en la trascendencia de su obra”, según afirman Nora Domínguez y Adriana Mancini (2009: 9). Precisamente, ella misma se consideraba “el etcétera de la familia” (cf. Enríquez, 2018: 9). Esta fórmula abierta, que sobreentiende una prolongación, tal vez explique su deseo de ocupar los bordes, su odio a la sociabilidad y su fascinación por las niñeras, las costureras, las planchadoras y las cocineras que vivían en el último piso de la casa, donde tempranamente encuentra refugio.

La predilección por el mundo invisibilizado del trabajo doméstico es un tópico sobre el que Las dependencias insiste a partir de la escucha minuciosa de las voces que dislocan ciertas gramáticas de la masculinidad: por un lado, las de Jovita y Elena, en tanto personajes que, históricamente, han sido borrados por el discurso cinematográfico; por otro lado, la voz de Silvina, eclipsada por las personalidades dominantes de la cultura argentina de su época, cuya reverberación acusmática entra en contacto con el umbral de lo visible.

La vida recoleta de la escritora no queda retratada con fines pedagógicos; más bien, la perspectiva de Martel se ubica en los pliegues del espacio íntimo para escuchar sus constelaciones, como si quisiera captar ciertos detalles que el formato estandarizado de las biografías suele hacer a un lado. Las entrevistas se intercalan con grabaciones, fotos, videos filmados por Julia Bullrich de Saint, recortes de diarios, cartas, papeles que contienen dibujos, manuscritos y vistazos del jardín, de las bibliotecas, de los salones de la casa. Por medio de este repertorio heterogéneo, la película busca acercarse a una figura que aparece con la claridad de una luciérnaga cuando deslumbra la sombra; y también como una luciérnaga se escapa entre las evocaciones de sí misma, desperdigadas en imágenes, escritos y registros audiovisuales, y las remembranzas esbozadas por parte de su reducido grupo de influencias y de amistades.

El entramado de conexiones afectivas, relaciones de poder y situaciones de subordinación que se desenvuelve alrededor de Silvina adquiere volumen en las entrevistas con Jovita y con Elena, con Adolfo Bioy Casares y con los amigos Ernesto Schoo y Juan José Hernández, quienes mencionan diferentes facetas de su vida: la relación amorosa con A.B.C. (“Se pasaba la vida esperándolo ahí [en un diván al lado de la puerta principal]”, dice Jovita; “era, cómo se dice, la luz de sus ojos; lo quería muchísimo”, relata Elena); la rivalidad con su hermana (“Silvina rehuía, Victoria perseguía”, indica Bioy); la devoción por las magnolias (Elena cuenta que siempre se hacía bajar una flor del árbol, que colocaba en la mesa de luz hasta que la plantita ya no daba más); la coquetería (“yo la describiría ‘sexy’ en el modo de conquistar a las personas, [...] con unas piernas hermosas, que envidiaría Marlene Dietrich”, opina Elena; “no era muy cuidadosa para vestirse, y eso creo que tenía mucho encanto”, dice Bioy); los complejos (la voz golpeada, el rostro “inconfundiblemente Ocampo”); el viaje en barco a Europa; la amistad con intelectuales, artistas y escritores de la revista Sur (principalmente, José Bianco, Manuel Puig, Enrique Pezzoni, Jorge Luis Borges y Rodolfo Wilcock).

Si las entrevistas, desde la aparición del sonido sincrónico, han posibilitado el registro de rostros parlantes, en el documental de Martel (que inicia con una escucha de soslayo, en la que Jovita habla por teléfono del film que se está haciendo) las voces no se ajustan siempre al marco de los labios. Al mismo tiempo, las interacciones abren paso a gestos, entonaciones y silencios que expresan tanto como lo que las palabras nombran.

De todos los testimonios, se pondera el de las empleadas domésticas. De hecho, desde el comienzo, Elena y Jovita intervienen activamente el decorado, al incluir una máquina de escribir y una tela para coser, recreando la escenografía de sus años de trabajo. A partir de los relatos que la película rescata, se infiere que su vínculo con Silvina se basaba en la confianza y en el cariño, así como en la naturalización de la servidumbre. En una de las cartas donde ella cuenta algunos pormenores de su viaje, que Elena lee en voz alta, concluye: “Nunca he tenido una sirvienta peor. Si se le ofrece algún día, le recomiendo de no tomarla. Se llama: Silvina Ocampo”.

Las anécdotas permiten entrever cuantiosas necesidades por parte de esta mujer imponente, que, con todo, no puede valerse de sus propios medios para satisfacer sus pretensiones. Uno de los ejemplos más palmarios se desprende del recuerdo de Jovita cuando narra los preparativos del desayuno: “Lo hacíamos entre las dos. Yo le cortaba las tostadas de unos panes miñoncitos, que el señor iba a buscar no sé a dónde (porque él era el especialista de las panaderías). Y traía los miñoncitos, y entonces yo le cortaba unas tostadas tan finitas que parecían hostias. Y hacía una montaña así. Claro que me quemaba los dedos, porque si las agarraba con algo se rompían (...). A ella le gustaba la mermelada de frutilla, pero tenía unas semillitas que el señor le decía que le hacían mal. Entonces, ¿yo qué hacía? Con un colador muy finito, con una cuchara, hacía así, así, así, y ella ya estaba esperando con una tostada para que yo le pase la mermelada por ahí”. Las dependencias se multiplican como por efecto dominó, y es a partir de la exposición de estas reciprocidades anómalas que la potencia crítica del film llega a cobrar forma sin tener que recurrir a ninguna clase de subrayados, sosteniendo la mirada frente a las personas entrevistadas para encuadrar los puntos suspensivos de sus rememoraciones.

Espectros audibles, o del antinaturalismo de la representación

La película incorpora grabaciones de la voz de Silvina, como en un pasaje en el que recita unos versos de “La casa natal” (publicado en Lo amargo por lo dulce en 1962), cuyo título original era “La casa autobiográfica”, según exhibe el papel mecanografiado, lleno de correcciones de puño y letra, sobre el que la cámara se posa en más de una ocasión: “Yo huía de la sala, de la gran escalera, / del comedor severo con oro en la dulcera, / de los muebles, de los cuadros, de orgullosas presencias, / porque a mí me gustaban sólo las dependencias / que estaban destinadas a la servidumbre”. Al no quedar enraizada en la corporalidad, la voz se bifurca de la imagen y adquiere un estatuto ambiguo, opaco, misterioso, que enciende la contracara invisible de la representación. Esta voz alcanza una autonomía fantasmal y resbaladiza. Le da amplitud, elasticidad, vibración y densidad a lo visual, formando una línea paralela a las notas cortantes y agudas de “Frère Jacques”, una de las canciones infantiles más populares, que aparecen distorsionadas, deconstruidas y diseminadas a lo largo del film.

En este punto, en el que se rehúye del realismo costumbrista, se puede detectar el germen de la predilección de Martel por el cine de terror, que aflora desde una mirada sigilosa, con la que se abren y se cierran los cuatro bloques del programa. El extrañamiento se produce al intercalar las entrevistas con imágenes en blanco y negro de la casa, que la cámara recorre subrepticiamente con el aire de una intrusa, como una fantasmagoría que atraviesa la penumbra y enrarece los ambientes.

Estas evocaciones inquietantes se materializan en las discontinuidades del montaje y encuentran una caja de resonancia en la voz de la escritora, una voz temblorosa, con ecos aterradores, medio quebrada, “escalofriante en su mediumnidad”, según la describe Mariana Enríquez (2018: 149). La voz de Silvina –su gran preocupación en materia de coquetería, según ella misma cuenta en una de las cintas grabadas– sale de su garganta como si la estuviesen golpeando. Desencarnada, esta voz espeluznante gana espesor cuando su entonación impostada, arrastrada, se desliza por la amplitud del registro bajando hacia el grave, subiendo hacia el agudo, y viceversa. De este modo, pronuncia una canción de cuna feroz: “Dormite niño lindo, que viene la paloma a comer tus ojitos. Si no te duermes, niño, si no te duermes, niño, si no te duermes, niño, te cortarán la lengua con cuchillos de plata. Si no te duermes, niño...”.

La obra de Martel, tan proclive a las fluctuaciones, a las mezclas y a las transiciones que se producen sin solución de continuidad, logra captar esa presencia ominosa para refractarla. Las dependencias, en efecto, contiene varios rasgos que, retrospectivamente, pueden señalarse como procedimientos característicos de la filmografía de la cineasta, tales como la distorsión de la percepción a partir de la construcción de lo doméstico y de la naturaleza cargados de inminencia, la variación vertiginosa de los puntos de vista, la disyunción del sonido respecto de la imagen. Asimismo, se ponen de manifiesto resonancias temáticas y poéticas que los largometrajes de Martel comparten con la escritora: el interés por narrar conflictos y atracciones entre amos y criados, la sensibilidad para oír hablas populares, lugares comunes y lenguas bajas, la elaboración de lo fantástico a partir de la vacilación de lo cotidiano y las ambivalencias morales con relación al deseo, a lo prohibido y a la perturbación de la infancia.

Graciela Speranza afirma: “No hay afán verista de reflejo, más bien una voluntad verdadera de pasar al otro lado, y encontrar allí una mirada y una voz extrañada. Como su amigo Manuel Puig, se diría, Silvina descree de la necesidad de señalar con claridad los límites de la palabra propia, descree incluso de la propia voz y la literatura es una forma de renovarla” (2013: s/n). La película se mimetiza con esa mixtura de elegancia y exceso, distanciamiento e intensidad, que define la imaginación implacable de la escritora cuando se confunde con sus criaturas. Bajo el influjo de su naturaleza atrapante, Martel ingresa al universo de juegos perversos, con sus manías, con sus delirios y su crueldad inocente.

“¿Cuál es su mayor pecado?”, le preguntó una vez María Moreno (2005: s/n). “Mi voz, con z y con s”, contestó Silvina, “porque el prójimo es el espejo de uno mismo”. La perfecta semejanza fonética no hace otra cosa que señalar un deseo de cercanía y, también, una distancia insuperable: el reconocimiento de sí en los otros presupone el reconocimiento de los otros en sí e implica no confundir la alteridad con el ingenuo intercambio de posiciones. Pareciera, pues, que la película se dejara afectar por el encanto de Silvina para devolver una imagen que no está al margen de los altibajos, de las miserias y de los esplendores de la figura que invocan, con afecto y admiración, las empleadas que trabajaron en su casa. Si la pasión especular, en su cara narcisista, puede transformarse en una prisión, el documental, en cambio, excede las ilusiones de un pacto referencial. Al incorporar una atmósfera espectral, por medio de los sonidos y de las voces errantes, se crean intervalos de ficción donde pueden desplegarse algunos armónicos que normalmente quedan atrapados en el silencio profundo del espacio sedentario.

El film lleva la atención hacia la excentricidad de Silvina con vistas a enfocar el otro lado de su irreverencia de clase. No se trata de una actitud de condena o de resentimiento; más bien, la apuesta del documental reside en observar microscópicamente el mundillo de la escritora, que depende de un tejido de cuidados y de caprichos. A la vez, la perspectiva de Martel oscila entre el distanciamiento y la entrega a Silvina, en un cortocircuito de resistencia y de atracción en torno a las zonas de sombra y de luz, de seducción y de misterio, que confirman la persistencia de su cautivante singularidad.


Referencias

- Domínguez, Nora; Mancini, Adriana (2009). “Cronología”, en Nora Domínguez y Adriana Mancini (compiladoras), La ronda y el antifaz. Lecturas críticas sobre Silvina Ocampo. Buenos Aires: Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, pp. 9-34.

- Enríquez, Mariana (2018). La hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo. Barcelona: Anagrama.

- Mancini, Adriana (2004). “Silvina Ocampo: la literatura del dudar del arte”, en Silvia Saítta (directora), El oficio se afirma, tomo IX de Historia crítica de la literatura argentina (dirigida por Noé Jitrik). Buenos Aires: Emecé.

- Molloy, Sylvia (2009). “Para estar en el mundo: los cuentos de Silvina Ocampo”, en Nora Domínguez y Adriana Mancini (compiladoras), La ronda y el antifaz. Lecturas críticas sobre Silvina Ocampo. Buenos Aires: Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, pp. 41-52.

- Moreno, María (2005). “Frente al espejo”, en Radar, suplemento de Página 12, 5 de octubre de 2005. Disponible en: https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-2558-2005-10-11.html (Fecha de consulta: 26 de agosto de 2019).

- Speranza, Graciela (2013). “La voz del otro: Bioy Casares y Silvina Ocampo”, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Disponible en: http://www.cervantesvirtual.com/obra/la-voz-del-otro--bioy-casares-y-silvina-ocampo/ (fecha de consulta: 26 de agosto de 2019).

Notas

1
  • Doctora por la Universidad de Buenos Aires. Su investigación sobre géneros y contrapuntos audiovisuales en el cine argentino y en el cine brasileño, financiada por el CONICET, está radicada en el Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA.
Volver
2
  • Fragmento inédito de una entrevista a Lucrecia Martel que realizamos con Débora Kantor en 2017.
Volver