Diario de los colimbas

por Martín Farina

Conocí a los colimbas en el asado de celebración de sus 40 años de egresados del ejército, en febrero de 2017. Hicieron el servicio militar en el 77. Y aunque uno es mi papá, no los conocía. No había tenido relación con ninguno de ellos a través de los años y no sabía exactamente con qué me iba a encontrar. Encontrar, en el sentido de cómo es que habían construido ese vínculo y cómo perduró en el tiempo. Sí tenía ciertas intuiciones. Podía imaginar el tipo de charlas. Algunas anécdotas. Pero no sabía cómo era el vínculo en la intimidad, cuando se agotan los temas y quedan en soledad, uno frente a otro. ¿De qué hablan? ¿Qué los une realmente? ¿Qué justifica seguir viéndose con frecuencia después de tantos años?

En ese caso, para celebrar los 40 años habían invitado a las familias, así que éramos unos cuantos. Hijos, nietos, esposas y algunos amigos. Yo fui invitado en mi carácter de hijo, pero en realidad, ya había decidido ir como documentalista. Como “investigador” (incluso llevé las cámaras y micrófonos). Ellos llevaron fotos, contaron anécdotas, cortaron una torta y compartimos todos juntos. Me sorprendió la adolescencia en la forma de dirigirse entre ellos. Se puteaban como en la secundaria. Recordaban las cosas a medias, y cada uno agregaba información que el otro no tenía. Como si tuvieran que reconstruir una fotografía en pedazos y ninguno estaba del todo seguro del pedazo de foto que tenía el otro.

Ese día pasaron dos cosas importantes. La primera es que se manifestó muy fuerte la ausencia de uno de ellos. Juan. Por algún motivo que no me animé a preguntar Juan había decidido no ir al festejo, entonces estaban todos muy tristes. Realmente tristes. Evidentemente, Juan era muy importante para todos. No era un invitado secundario. Durante la tarde los vi llorar varias veces por esa ausencia. De pronto, rompían en llanto. Como pasa en los velorios. Verlos llorar durante toda la tarde, indistintamente, me impactó mucho. La última vez que había visto llorar a mi papá, tenía 10 años. Cuando murió mi abuelo, su padre. Yo jugaba al fútbol y él era mi entrenador. Me acuerdo que terminó el partido, me abrazó y se puso a llorar. Después, no lloró más.

Creo que estas lágrimas de los colimbas eran más abarcativas. Como que a través de esa fluidez con la que podían llorar se confirmaba un tipo de relación, de vínculo, que era puro sentimiento. Esto lo pensé después, pero la sensación la tuve con claridad. ¿Qué sería puro sentimiento? o quizás, mejor dicho, ¿qué sería ese tipo de “puro sentimiento” que estaba imaginando? Bueno, creo que era eso que se expresa más extensamente en la secundaria o durante la adolescencia. Esos espacios-tiempos de relación en donde el futuro es todavía muy lejano/ajeno y no hay experiencia de vida suficiente que dé cuenta o pueda matizar eso que está pasando. Son momentos de mucha intensidad, en los que se combinan una especie de sensación de profundidad con falta de experiencia. Así, creo que se forjan lazos a fuerza de emociones. Es como un gran presente, en donde las emociones no se digieren por afinidades coyunturales o ideológicas, sino por “esto que nos pasa”. Lo curioso del caso es que haya perdurado durante tantos años, a través del tiempo.

La otra cosa importante que pasó fue la conversación política. Ahí se mezclaron un poco los temas y la superposición de puntos de vista representaba más claramente la coyuntura del momento. Se habló de la dictadura y de la guerra de Malvinas. Se describieron aspectos técnicos de las incursiones de cada uno de los aviones que tuvieron una actuación destacada durante el conflicto. También discutieron si fue lícito el hundimiento del crucero Belgrano. Se intentaba tener precisión histórica en los detalles. Pero no se trazaban conexiones con el presente. Sobre la actuación militar en la vida política, aparecieron diferencias que preferían –todavía tímidamente– callar. En este sentido, me pregunté –con temor– si habrían tenido participación en algún secuestro o actividad que hubiera implicado desapariciones forzadas de personas. En ese contexto de celebración, no me animé a preguntar, pero esa cuestión quedó flotando. No es que pensara que hubieran participado sistemáticamente en esos asuntos. No sería el caso de estos colimbas. Pero podría ser que hubieran visto o escuchado algo, y en ese caso, quizás podría estar operando como un secreto grupal. Tuve esa fantasía. Y en ese sentido, imaginé que algo del modo de relacionarse entre ellos podría tener que ver.

Al escribir esto, me doy cuenta hasta qué punto el documentalista reemplazó al hijo. Al familiar. Quizás, justamente, haciendo la operación contraria: intercambiar sentimientos por ideas. Pensamientos. Buscando conceptos. Poner en perspectiva. Reflexionar.

Después de este primer encuentro, pensé que tenía una posibilidad de trabajo interesante. Quería ir de a poco profundizando más sobre sus tareas concretas durante la colimba. Indagar esa cotidianidad. Mezclarla con esta que tienen ahora. Imaginar esos cuerpos que eran ahora estos. Quería hacer algo como un diagrama visual de esas emociones que se profesaban. ¿De dónde salieron? Ir a fondo hasta el centro. A un punto neurálgico. Como si fuera algo psicoanalítico siniestro. Ominoso. Un encuentro entre la ley natural y la ley humana. Entre la obediencia y la libertad. Un choque de paradigmas. Lo que no se puede nombrar. Para esto, no quería preguntar. No quería un cuestionario. Me imaginaba una purga. Un proceso, a través del cual yo fuera medio. Un medio para sus propios fines, pero un medio que pudiera vivirlo junto con ellos. Aunque fuera solo cómo metáfora. Como ejercitación del pensamiento. Metodológico. Quería compartir sus encuentros. Creo que también quería vivir algo de esa adolescencia. Esa ingenuidad feliz. Como que el documental y la cámara me ofrecían la posibilidad de que fuera eso, sin ser eso. Imaginaba que algo parecido al significado oculto de la vida, un secreto emocional inmemorial, iba a derramar como magma o petróleo. Como líquido esencial vital. Cosas que no sabía, que ellos no sabían, y que ahora, con esta intervención cinematográfica, sentía que podía hacer aparecer. Seguramente, con la misma ingenuidad estaba yo pensándolo todo.

Para intentar filmar algo de todo esto, tenía algunos argumentos. Además de las reuniones frecuentes con asados y comidas, los amigos asistían a diferentes eventos militares. El cambio de guardia histórico del Regimiento 1 Patricios, en Plaza de Mayo, era el más importante. Pero había otros. Pensaba en el vínculo amoroso entre hombres mayores que conversan sobre el pasado, visitan museos, desfiles, monumentos. Actividades que les hacen recordar sus años de colimbas, pero sin que esto tenga algo que ver con su vida actual. No advertía directamente un significado presente en esas actividades. Son apenas instancias que les permiten revivir algo que pasó. Los emociona revivirlas. Quieren hacerlo. Y repetirlo, cuantas veces puedan. Pero no me quedaba del todo claro si recordar les hacía bien o los hacía sufrir. En esa aparente contradicción veía la posibilidad de construir algo que no solo hable de ellos, sino de todos nosotros. Quizás de un tipo de idiosincrasia cercana a la experiencia popular.

La dinámica de trabajo durante las reuniones me proponía organizar el trabajo, generalmente, alrededor del plato que iban a cocinar. Algunas veces, hacían conservas, pero en general era carne o pasta. Me parecía interesante acompañar el proceso de elaboración aquellos días en los que se dedicaban específicamente a armar algún menú casero más complejo, como cuando amasaban pastas o hacían chorizos.

Las charlas que filmé en esas juntadas, durante los primeros años, se concentraban en discusiones políticas. Todas, en torno a la coyuntura del momento y, a partir de eso, se las vinculaba de alguna forma con su pasado en la colimba. Cada charla tenía siempre el agregado de la ausencia de Juan. Aparentemente, tenía un problema personal que le impedía responder los mensajes. Yo prefería no indagar sobre eso. En todo caso, me parecía interesante la forma en que emergía durante la conversación. Una especie de síntoma de algo.

Una tarde de mayo, mientras grabábamos un nuevo cambio de guardia, inesperadamente y delante de cámara –como si lo hubiéramos armado– apareció Juan. Este giro dramático, inesperado hasta para mí, reformuló todo lo que había sucedido hasta ese momento y permitió que las ideas sobre las que había estado trabajando comenzaran a tener un lugar más preciso en el relato.

Había encontrado una película.


Martín Farina es director y productor de cine, camarógrafo y montajista. Estudió música, filosofía y se graduó en Comunicación Social en la Universidad de La Matanza.

En 2010, fundó la productora CINEMILAGROSO, con la que realizó doce largometrajes y dos cortos. En 2023, tiene dos nuevos proyectos en instancia de producción y postproducción.

Sus películas fueron seleccionadas y premiadas en diversos festivales internacionales, como BFI London IFF, FI del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, Queer Lisboa, Moscow IFF, Rome Independent FF, Mannheim-Heidelberg IFF, BAFICI y Mar del Plata IFF, entre otros.

También fue nominado en cinco oportunidades a los Premios Cóndor de Plata, ganando la terna Mejor Película Documental con El Fulgor, en el año 2023.

Formó parte del Jurado Oficial en Cinemigrante (2019), FIDBA (2020), ESPACIO QUEER (2022), y fue miembro del jurado del FNA en Mar del Plata IFF (2019).

Estuvo a cargo de talleres de realización de cine y montaje en el 10° Cortópolis (2021) y Syncro Lab (2023).

Foto: Martín Farina