Llegamos a lo de Emma como un desembarco. Imagino que así llegan los marinos cuando amarran anclas a un puerto nuevo: con incertidumbre e inquietud. Bajamos los equipos y pensé: No sé cómo se hace esto. ¿Cómo se empieza un documental?
Emma me dijo: –Un día llegaste y me hiciste preguntas que no me había hecho, pasó algo que no hubiera pasado si no, y hoy estamos acá. Hay procesos que no se pueden hacer solos.
Lo de hoy fue real. Quiero recuperar algo de ese diálogo, de esas palabras de Emma.
¿Cuándo nace un documental? ¿Cuándo se prende la cámara… o mucho antes? ¿Cuándo se garabatean los primeros textos? ¿Cuándo surgen las inquietudes iniciales o cuándo esas inquietudes insisten? ¿Cuándo se logran formular las preguntas medulares?
Emmanuel habla. Las palabras aparecen en su boca como si no hubieran estado conjugadas así hasta ahora. En cada situación hay más de lo que podría haber. Cada espera contiene algo silencioso que aparece solo si el tiempo dura. El tiempo. Pensé mucho en el tiempo en la jornada.
¿Cuándo se corta una escena documental? ¿Cuánto se deja a la quietud y al silencio estar? Intento rastrear el pulso natural, el respiro que hay entre una palabra y la siguiente, en ese hiato que aparece entre un pensamiento y otro, que no es vacío sino hendidura. Dejar venir lo que vendrá –que a veces no se sabe qué es– es incierto e inquietante. Y vuelvo al desembarco: ¿Estamos perdiendo el tiempo? ¿Qué estamos esperando? Estamos dejando que el tiempo haga, que se manifieste. Estamos dejando que los tiempos blandos aparezcan para permear la guía. Estamos, también, relegando el control. Confiando. Confiando en no saber. En una partitura distinta a la propia y aún no escrita. Estamos entrenando la escucha y escuchar es entrar en silencio. No decir de más. No tapar los silencios del otro. Dejar que las cosas pasen como un río de silencio invisible. Hoy el equipo rodeó la acción, sosteniendo la atmósfera. Se entregó, se sorprendió, se dejó llevar. Emmanuel contó sucesos importantes de su vida por primera vez. ¿Qué fue lo catalizador?
Pienso que el encuentro documental, fuera de una pulsión extractivista, puede ser un proceso hacia algo más. Y recuerdo a Coutinho y su cine de conversación.
Hoy creí entender por qué estudié cine. Sostener el silencio. No intervenir de más, pero intervenir. Controlar mucho sofoca, pero no proponer, confunde. Hacerse cargo del hecho documental como una performance más de la vida, un dispositivo para estar en contacto o no estarlo. Lo documental tiene mucho que ver con la poesía, no por el lirismo, sino por el diálogo ambiguo de imantación y tensión que se establece con lo real.
El monoambiente de Andrés es chico. Entre los equipos y los cuerpos casi no entramos. Andrés es solitario y se lo nota algo invadido. Movemos muebles de lugar, porque no logramos filmar desde ningún punto.
—Nunca hubo tantas personas en esta casa —me dice. Me pregunto por qué las personas acceden a ser filmadas, por qué abren sus casas y sus espacios más íntimos. ¿Qué esperan de ser filmadas?, ¿lo saben? Les damos indicaciones, pedimos repetir acciones, se cansan, por momentos quieren que desaparezcamos. Imagino que hay algo gratificante en despertar interés en los demás. Con Andrés, siento el riesgo de que algo se quiebre.
Empezó la filmación y no lo veía cómodo. Yo tampoco lo estaba. No sabía cómo cortar ese clima e ir hacia otro lado, dejar que suceda un diálogo real. Mi tensión no me dejaba ver ni esperar. Estaba buscando que algo pasara. ¿Por qué estoy filmando un bollo de pan? Las manos huesudas de Andrés amasaban un pan con una dedicación desconocida para las mías. ¿Todo lo que filmo debería tener que ver con el mundo masculino? De pronto, empezó a hablar sobre cómo se hacía el pan, de dónde había aprendido. Nombró hacer pan en guaraní, una lengua que estudió para poder comunicarse con sus alumnos paraguayos. —Tenía que encontrar los modos de acercarme a ellos. El esfuerzo por acercarse se valora, intentar entender al otro en su lengua —dijo. Hay algo de filmar documentales que tiene que ver con esto: Arrimarse en un cuerpo a cuerpo. El devenir de Andrés fue errático, pero de a poco, pensar lo llevó a soltarse. Y sentado, mientras esperaba que el pan se hiciera, salieron cosas.
Notas: Hay audios de wapp de Andrés que pueden servir en off en la película, sus reflexiones sobre mostrarse, exponerse. Armar grupo de wapp con audios de la película.
Dormí muy poco. Amanezco 6 am. Armo mates y me voy a la galería del campo donde nací. Estoy cansada pero despierta, lúcida, permeable. Estuvo bien llegar un día antes para que mi papá conozca al equipo y entrar en el clima de este universo. Es importante dormir en el campo: escuchar sus sonidos, sentir su tiempo.
¿Cómo filmar a la familia?, ¿cómo indagar en preguntas que, en parte, creo saber? Quiero entender cómo hacer lo que viene: cómo encarar la charla, qué tono darle al diálogo. Cómo hacer para ir de un tema o de una época a otra sin caer en una entrevista. Miro las preguntas que tenía y las anoto en un cuaderno de ayuda memoria, confiando en que, cuando escribo un machete, ya no necesito volver a verlo. Hago un croquis mental de la charla para no perderme y que a su vez se reescriba en vivo, atento a lo que suceda. —Lo que no se hable es porque no entró —me digo.
Llegamos a mi casa familiar y al taller de luthería de Valentín. Todo va suave, el cielo está plomizo y dan pronóstico de lluvia. Reacomodamos el taller para la charla. Buscamos el encuadre, el perfil de Valentín. Proponer un encuadre es entrar en relación, es buscar un punto de vista, una línea de mirada, un acercamiento al cuerpo de alguien. El encuadre tan de perfil no me convence, pero no lo digo y después me arrepiento. Hablamos de la técnica constructiva de la guitarra en la que él está trabajando y vincula tradición e innovación, querer romper reglas establecidas para armar un diseño propio. Habla de la búsqueda constante de la presencia de papá y de la presión de trabajar en el campo. A medida que habla, se mete más hondo en lo que dice, se ve en sus gestos. Me siento algo rígida, sin saber cómo se habla a un hermano frente a cámaras, pero Valentín me salva y va solo. Entregado al ritual de ser escuchado, potencia todo lo que hablamos alguna vez, lo reúne, lo hila, lo limpia y lo escupe. Es un dragón. La lluvia concentra la atmósfera.
Hoy esperamos a doce varones de distintas edades y procedencias. Me acosté temprano anoche, necesitaba descansar, estar fresca y tener el cuerpo fuerte. Filmar por momentos se parece a un entrenamiento físico.
Hay hombres que conozco mucho y a otros que no. Me gusta verlos dudar, pensar. La mayoría quieren ser escuchados, aunque vengan con dudas y resistencias. Algunos llegan nerviosos y después se relajan. Algo de ese nerviosismo los vuelve vulnerables y es más interesante aún. Sostener la mirada es fundamental, aunque ellos no lo hagan. Todo lo demás puede esperar, pero la mirada y la escucha tienen que estar ahí. Casi no miro las preguntas. Tengo que entender por dónde ir, qué camino es mejor para esa persona. Me pregunto por qué vienen, qué les atrae o intriga de la experiencia, por qué usan tres horas de su vida en ser entrevistados, en principio, a cambio de nada. Al terminar, muchos se sienten más cómodos de lo que esperaban, uno dice que fue como una sesión de terapia, aunque nunca fue a una. Algunos se van desconcertados. Otros lloran toda la charla como si algo brotara inesperadamente de ellos, como ríos subcutáneos. Algunos ríen por los ojos cuando recuerdan una anécdota, es lindo verlos sonreír. Otros se confiesan como si estuvieran frente a un cura. Intento cierta horizontalidad, pero ellos están adentro de una carpa iluminada como una Cámara Gesell y yo soy parte del dispositivo que los observa y los guía. Alguien del equipo dijo que más que Cámara Gesell parece un útero. Es cierto.
¿Cómo voy a editar esto? ¿Cómo voy a dejar sus reflexiones, sus silencios y sus dudas a cámara? ¿Cómo los voy a hacer dialogar? ¿Cómo cortar sus testimonios sin desechar lo más importante o resentir el tono de lo que dicen? Estas entrevistas deberían ser una película en sí.
El rodaje de la película está llegando a su madurez. Dejaría de filmar pronto para que no se escurra.
Mi familia ve videos de nuestra infancia. Montamos la escena. Siempre que preparamos mucho una puesta, creo que las cosas no van a funcionar. Al principio, sueltan frases inconexas, pero de a poco se empiezan a cruzar las miradas, el asombro compartido y los comentarios cómplices. De pronto, se desata un diálogo donde nuestra presencia se vuelve opaca. Hay un juego entre saber que están ahí por algo y que nos olviden por completo. Hablan sin pensar en la posteridad. Hay cosas que no dirían si supieran que van a quedar grabadas. Saben que son filmados, pero son tomados por el presente. No hay otra cosa que hacer, están ahí para hablar y eso potencia lo que hay. Se preguntan, asombran, recuerdan y les caen fichas de cosas nuevas. Me alejo del ángulo de sus miradas para que sigan en ese buceo, en ese estar ahí juntos.
Papá y Valen cambian a mi sobrina bebé. Ella llora mucho, y yo bailo para calmarla. Lucas me filma, a pesar de que no quiero salir en cámara. Los chicos dicen que es la escena final, pero yo lo niego.
NOTA. El equipo insiste en que el baile es la escena final. Spoiler de montaje: Es la escena final. Hay que animarse a discutir todo, aun lo que parece imposible..
Lucía Lubarsky es directora, guionista, productora y poeta nacida en Córdoba. Dirigió el largometraje El silencio de los hombres, finalista de los Sebastiane Latino en SSIFF, seleccionado y con menciones en Festivales Nacionales e Internacionales (FIDBA, Cine de las Alturas, MIC Género, LASA Film Festival, etc). Dirigió la serie Nosotras y ARDE, estrenadas en TV Pública y cuatro cortometrajes que participaron en Festivales Nacionales e Internacionales.
Escribió dos libros de poesía, El sonido de la luz (Zindo & Gafuri) y La distancia habitable (Pánico el Pánico). Sus poemas fueron antologados en diversos libros, revistas y transformados en videopoemas.