A poco más de un año de su estreno en la Argentina, El juicio (Ulises de la Orden, 2023) ofrece, bajo distintos aspectos, un ángulo decisivo para su lectura en torno a la articulación entre imágenes cinematográficas y resistencia. El proceso que culminó con este documental estrenado en el Forum de la Berlinale atravesó una década entera. Tuvo como punto de partida el registro de 530 horas de audiencia, en soporte video U-matic, del juicio a las Juntas militares, que se desarrolló en los tribunales de Buenos Aires entre el 22 de abril y el 9 de diciembre de 1985. Las grabaciones fueron realizadas por ATC, la televisión pública argentina, que aún conservaba la sigla inicial con que la había bautizado la dictadura hacia el Mundial del 78. Esos archivos contenían un material audiovisual tan candente como recóndito. El Juicio a las Juntas contó con el aporte de 183 testigos para el análisis de 709 casos de terrorismo de Estado. El registro en video no estuvo orientado a su emisión televisiva, ni siquiera a una finalidad comunicacional, sino que fundamentalmente se debió a la necesidad de convertir a cámaras y micrófonos en testigos tecnológicos de lo acontecido en la sala de sesiones. El dispositivo de un juicio oral es de por sí el lugar de una muy elaborada complejidad escénica. La distribución de los espacios, la asignación del tiempo y modalidad de los discursos, el conflicto que allí se dirime, la presencia de jueces, acusados, testigos, víctimas, fiscales y defensores, la evolución de las sesiones hasta su desenlace, todo pretende orientarse a la emergencia de una verdad, a partir de un juego de posiciones en disputa. Como es harto conocido, el cine de ficción clásico ha elaborado todo un subgénero de alta eficacia en torno a las formas en que el saber y el poder juegan en ese dispositivo, en lo que usualmente se denominan “películas de tribunal”. Tratándose de El juicio, resulta inevitable evocar que, hace solo un par de años, Argentina, 1985 (Santiago Mitre, 2022) apeló a dichos patrones narrativos con singular destreza, incluso recurriendo a resortes de un clasicismo aún eficaz, partiendo del mismo acontecimiento. Pero el film de Ulises de la Orden convoca una construcción que postula otro contrato con sus espectadores, a partir de una utilización y resignificación de esas imágenes en video. Sin desdeñar el seguimiento narrativo de sus casi tres horas de duración, la película se abre a otro trato con las imágenes, que permite no solamente el sostén o la recuperación de la memoria, sino que también opera sobre la comprensión posible de las maquinarias, visibles o invisibles, del terrorismo de Estado, su lugar en la historia argentina, estableciendo formas de conexión entre pasado y presente. Formas que, a poco más de un año luego de su estreno, se revelan mucho más sombrías que entonces.
Es preciso recordar, en cuanto a esas 530 horas de registro en video, que solamente compendios de tres minutos diarios habían sido emitidos por ATC durante el juicio, y sin sonido. Solo podía verse a los declarantes tomados de espaldas, mientras la locución comentaba las alternativas diarias del proceso. Lo único difundido con audio fue el alegato de la fiscalía, cuyo “nunca más” en su cierre se convirtió en un emblema de su sentido colectivo. De esa enorme masa de videos había copia en la Televisión Pública y en el Archivo General de la Nación, pero su acceso fue dificultado sistemáticamente. Finalmente, su director, frente a las dificultades planteadas, encontró esa disponibilidad en Noruega. Hacia 1988, en tiempos de zozobra por la sanción de las leyes de Obediencia Debida y de Punto Final, la organización de derechos humanos Memoria Abierta, junto a la Cámara Federal de Buenos Aires, había logrado copiar en formato VHS los casetes U-Matic originales para resguardar, con menor volumen, esos registros que fueron acogidos por el parlamento noruego. Y fue allí, donde De la Orden pudo encontrar su material de trabajo, que comenzó a visionar y analizar con el fundamental aporte del montajista Alberto Ponce, con la asistencia de Gisela Peláez en el análisis y desglose. Casi un centenar de versiones de guion y varios cortes fueron sucediéndose a lo largo de un período de dos años de montaje. El primer corte superaba las ocho horas, y la forma final de casi tres horas fue arribando a partir de una construcción dialogal, colectiva, en la que participaron desde uno de los fiscales, Moreno Ocampo, hasta organismos de derechos humanos, cuyas devoluciones de las distintas versiones incidieron en la estructura final.
El juicio, salvo algunos carteles con texto, está compuesto íntegramente con aquellas imágenes-testigo, capturadas por cámaras y micrófonos que no fueron dispuestos para las exigencias del discurso televisivo, sino para habilitar esa memoria posibilitada por la técnica. En cierto modo, fueron imágenes requeridas por la lógica de la monitorización y no la del espectáculo. Hasta podría decirse que su forma rehúye los modos televisivos, en su renuencia a exhibir el dolor desencajado o el estallido emocional al que el show de las noticias es tan adicto. Son imágenes parcas, casi forenses, y con ellas fue tomando forma un documental que optó, en su decurso, por no seguir las alternativas cronológicas de esos ocho meses de sesiones, sino que, a partir del análisis, dispuso una estructura de 18 capítulos. La progresión del documental, con sus 177 minutos, pertenece al seguimiento de otro tipo de relato, nacido del análisis de un aparato complejo, el del terrorismo de Estado, con sus piezas reconocibles y con la revelación de un funcionamiento que redobla su condición siniestra.
No es nuestra intención aquí analizar la estructura de El juicio. Solo nos limitaremos a señalar que consiste en la más sistemática disección realizada por el cine argentino de la anatomía del terrorismo de Estado en la Argentina, con su eficaz mezcla de exterminio planificado, terror simbólico cotidiano, saqueo económico a gran escala y voraz rapiña ejercida hasta en los detalles más ínfimos. Su efecto perturbador tiende no pocos lazos con otra pieza clave, nacida desde el documental, que debió acceder a la ficción para mejor documentar el horror de la dictadura: Garage Olimpo (Marco Bechis, 1999). Inmersión en el espanto, pero aunada a la necesidad de comprensión de cómo ese espanto pudo ser posible. En el caso de El juicio hay una cuestión particular a atender: ¿cómo ha sido que esos videos, de resolución profesional para el momento, pero con la inequívoca pertenencia a otra época, a otro propósito y otro medio, puedan convertirse en un documental cinematográfico?
En esas imágenes del juicio tomadas con las cámaras de ATC, concentradas en los testimonios y en el protagonismo progresivo de quienes intervinieron en las sesiones con sus instrucciones, testimonios, alegatos y sentencia final, junto a los ocasionales momentos donde lo inesperado llevó a la conmoción o al desborde, había algo más que lo buscado. En los registros, una mirada cinematográfica permitió acudir al encuentro de ese algo más: subvirtiendo las relaciones entre figura y fondo o revalorizando lo presuntamente secundario, en relación con el poder arrasador del testimonio. Por cierto, además de esos tres minutos sin audio que ATC emitía diariamente durante el juicio y que mostraban a los testigos desde atrás, protegiendo su identidad, había cientos de horas capturando los más diversos gestos y detalles de los miembros del tribunal, la defensa y la fiscalía. Están, entonces, los detalles sugestivos: las miradas cómplices, los gestos ínfimos, las lecturas o los rituales de las pausas, o hasta las volutas de humo de cigarrillo, a la que placenteramente brinda forma algún defensor de los criminales, como reposando en un club social. Pero, sobre todo, es el montaje el que permite aflorar las mayores revelaciones. Lo fundamental pasa no en la revelación aportada por las imágenes, sino entre esas imágenes y las relaciones que establecen dentro de cada uno de sus 18 capítulos, constituyendo una cartografía de la dictadura argentina.
En El juicio, la verdad no es tanto aquella que aparece mostrada por una imagen o dicha por sus numerosas voces, sino algo que aflora entre las imágenes y las palabras: la lógica del terrorismo de Estado, su eficacia devastadora, sus secuelas y, mediante la comprensión de sus mecanismos, el horizonte de la reparación posible. Y además, entre planos y contraplanos se establecen relaciones que no son exactamente el relevo de lo ocurrido en el espacio del tribunal, sino articulaciones lógicas, de alta eficacia imaginaria. Dicho de otro modo, el documental accede a un estatuto cinematográfico por el modo en que suscita esa alerta distintiva de la mirada y de la escucha que es propia del cine, mediante la articulación de sus imágenes. Aunque esas no sean de por sí imágenes cinematográficas. Ser su espectador implica abrirse a una dinámica de resistencia frente a esa necesidad de ser consumidas que ostentan las imágenes espectacularizadas, sea la de la tradicional televisión, o bien, las que hoy ofrece la cultura de redes.
Desbordando la matriz oral que es marca de fábrica del discurso televisivo, a partir de imágenes operativas, pensadas para otra finalidad que la de elaborar un documental, El juicio trabaja sostenidamente aquello que en la imagen resiste al espectáculo, para proponernos el acceso a esos modos de comprensión que el cine de lo real no cesa de explorar. Va puliendo con paciencia, a lo largo de su metraje, aquello que en el cine resiste a todo efecto impositivo sobre las imágenes, especialmente ese poder de la palabra que ancla su significado, para autorizarlas a portar un efecto de verdad que desborda las alocuciones verbales. Por supuesto que los testimonios son devastadores, y algunos de los tramos, incluso para espectadores previamente conocedores de su contenido, producen un malestar de gran intensidad. En ese sentido, ante la visualidad restringida de la puesta en escena de esas declaraciones, la voz se alza sin ayuda del rostro, ocupando el campo central de la percepción. Y hay que subrayar la forma en que esas voces, sus modulaciones, su anclaje en los cuerpos, revelan más que aquello dicho, sea por la impostación seudocastrense de los abogados defensores, sea por la tristeza, el dolor o la cólera ocasional de las víctimas del terrorismo de estado. El juicio se hace así, a través de las intervenciones en la sala del tribunal, incluso construyendo microficciones mediante planos que, en su registro, estuvieron separados días, semanas o meses, escenario de un sufrimiento y una injusticia que atraviesa décadas y hoy se revive en los juicios por crímenes de lesa humanidad aún en curso. Por un lado, está la retórica, los giros del lenguaje, el aspecto de los cuerpos con sus arreglos que permiten evaluar esa distancia de cuatro décadas. Por otro, la violencia y el sufrimiento lo presentifican con una intensidad que roza lo intolerable. Recordaba su director que, ante una de las primeras versiones, recibió la recomendación de integrantes de Madres de Plaza de Mayo sobre atenuar la exposición de ciertos testimonios, debido a su crudeza. Aun así, el documental no rehúye su potencial de perturbación, aunque lo dosifica de manera experta. Parte de sus logros consiste en medir las distancias, en modular la inmersión junto a la posibilidad de observar a la distancia justa, para calibrar el impacto del horror, a la vez de avizorar sus causas y efectos. De lo que se trata es que de ese arreglo de las imágenes surja un efecto de verdad.
En una aguda reseña desde Berlín, ante el estreno de El juicio, Luciano Monteagudo recordaba otros documentales recientes, realizados a partir de imágenes de archivo, como O processo (María Augusta Ramos, 2019) o Process (Sergei Loznitsa, 2018), pero ante todo, el crítico reparaba en el film de Eyal Sivan: El especialista (1999) realizado a partir de los archivos en videotape del juicio a Adolf Eichmann, olvidados durante décadas desde su registro en 1961. Allí, como en El juicio, el montaje asume un papel protagónico, haciendo hablar a las imágenes. La verdad acude a ellas, señalaba el mismo Sivan, mediante el montaje. Sin dudas, puede establecerse una clara conexión entre el montaje en El juicio y lo que Sivan realizó en su documental, a partir de aquellas 350 horas de video registradas durante el juicio a Eichmann en Jerusalén. En ese caso, las cintas habían estado bien guardadas, aunque desatendidas de cualquier mirada. Pero, además de montar, en El especialista el cineasta intervino sutilmente algunos planos, alterando el encuadre original, mientras que El juicio conserva intacto el espacio de sus imágenes. La diferencia decisiva es que El especialista fundaba su eficacia en lo insondable de la figura gris que concentraba, en su impasibilidad, el emblema mismo de la celebérrima banalidad del mal que definió Arendt. Aquí, la misma Junta ya convoca una dimensión grupal, despegada de la presuntuosidad o la grisura de sus integrantes, más allá de las aspiraciones de un Massera o el énfasis de un Galtieri. Pero el trazado que se delinea en el film apunta a la dimensión de un retrato colectivo. Retrato que, sin duda, fue el de la sociedad de su tiempo, pero que, en el acto de recepción, hoy se extiende a nosotros, espectadores.
En muchos momentos, El juicio sienta su eficacia en una suerte de reinvención del montaje en continuidad. El raccord de las miradas, el enlace entre sujetos que miran algo o a alguien, la modalidad en que planos y contraplanos brindan la arquitectura de un espacio. Esa manera de articular a los sujetos y los espacios, que ha sido un arma fundamental del cine clásico, adquiere, en estos casos, un poder revulsivo fundamental. Antes que aquella sutura de efectos invisibilizadores, convocante de espectadores convencidos de estar ante una lógica de pura transparencia narrativa, ese montaje creador de relaciones entre espacios, tiempos y sujetos adquiere en estos documentales un poder arrasador: conecta aquello que ha permanecido fragmentado, como esquirlas o astillas olvidadas, proponiendo ciertas configuraciones. En El especialista, como en El juicio, el montaje encuentra algunos criterios por los cuales se pueden establecer las conexiones fundamentales, esas que hacen posible que la maquinaria oculta se manifieste y pueda percibirse la lógica de su oscuro funcionamiento. Atravesando las imágenes, el montaje de El juicio accede a un verdadero corazón de las tinieblas de la vida bajo la última dictadura, y esta expresión comporta algo más que un giro conradiano para el título de este artículo, despertado por el centenario de la muerte del escritor que se cumple este año.
Hemos mencionado films cercanos en sus temas o procedimientos, que han tomado imágenes mediales para resignificarlas en discurso cinematográfico, para que ellas rocen eso de lo real que, en algunos casos, hasta había servido para enmascarar. A las ya mencionadas, podríamos agregar Videogramas de una revolución (Andrej Ujica y Harun Farocki, 1992), donde sus realizadores revelan la verdad histórica a partir de las imágenes elaboradas por la televisión rumana en su cobertura (nunca mejor utilizada la expresión) del derrocamiento, juicio y ejecución de los Ceaucescu. Sin duda, en esas últimas décadas del siglo anterior, el caudal de archivos audiovisuales electrónicos llevó al cine documental a nuevas fronteras respecto de sus insumos y de su potencial referido a la lectura de un mundo de imágenes en formidable expansión, que incipientemente ya estaba siendo impactada por el tsunami digital de los años siguientes. Pero hay una referencia más que nos viene a la memoria ante la verdadera reinvención de la continuidad mediante el montaje que El juicio pone en juego, y proviene de un documental que parte de imágenes mucho más distantes. En Mother Dao (Vincent Monnikendam, 1995), viejos films de propaganda del gobierno holandés, originalmente registrados para dejar constancia del avance del progreso civilizatorio e industrial sobre el territorio de la actual Indonesia, son remontados para elaborar uno de los más oscuros retratos de la razón colonial. Monnikendam conecta las imágenes, reorienta las miradas en tiempo y espacio y reformula el relato oficial. Del ensueño colonialista emerge la pesadilla de los colonizados, y no lo hace por la denuncia de la tragedia de las víctimas, sino entrando en los mecanismos de un poder enardecido e infatuado, lanzado a la aniquilación en nombre de una causa civilizatoria y las bondades de la modernidad. Ante Mother Dao, el recuerdo de eso que avistó Conrad en el Congo belga y que llevó a la ficción en Corazón de las tinieblas resulta inevitable. Cambiando lo que deba cambiarse, El juicio también nos permite asomarnos a nuestro propio corazón de las tinieblas, el método en la criminalidad dictatorial. La mixtura entre argumentos, gestos, expresiones y razones que eran moneda corriente cuatro o cinco décadas atrás y su reformulación actual en nuevos ámbitos del espacio público, no ya por negacionistas, sino por desembozados reivindicadores de la dictadura, convierte a la confrontación con este film en un ejercicio de resistencia y, a la vez, abre condiciones para un combate en el terreno de las imágenes y los discursos, que es preciso emprender, porque la resistencia es necesaria pero no suficiente, y en el vertiginoso trato cotidiano, esas imágenes del pasado que nos gobierna, como recordaba Chris Marker, se reconfiguran día a día y expanden o limitan posibilidades futuras.
Hace un año, señalamos al comienzo, El juicio revelaba la arquitectura de un terror pasado, proponiendo un examen que contrarrestase la tendencia a percibirlo como un suceso distante, desdibujado incluso a partir de su instalación como asunto ya demasiado conocido. Pero toda evocación histórica no solamente ilumina una porción del pasado, sino que establece formas de comprender un presente. Alguna vez, Raymond Bellour escribió que toda película tiene dos puestas en escena. Una es aquella dispuesta por su texto, que organiza un espacio, un tiempo, un relato y la construcción de sus sentidos, invitando a inscribirse en ella. La otra puesta atañe a la película vista en el marco de las coordenadas del tiempo de sus espectadores, integrándose a otro presente, con sus horizontes, sus condicionamientos y sus posibilidades. En última instancia, cómo una película cobra su forma solamente si hay alguien mirándola, siempre intersecciona esa época que propone con la otra en que su visión se hace posible. Cuando se estrenó El juicio, hace casi un año y medio, constituía una poderosa herramienta para evocar rigurosamente, desde un presente muy incierto, no solo aquello ocurrido en 1985, sino la maquinaria de una dictadura pasada, con su mezcla de exterminio, rapiña y aparato de terror social perfectamente planificado. Activar la conciencia de nuestra historia durante 1976 y 1983 era uno de sus fines manifiestos. Pero el caso es que hoy, ante la presencia cierta del fascismo en ascenso y afirmación en la Argentina, es posible ver en El juicio no solo el análisis de una barbarie pasada, sino la familiaridad de ciertos dispositivos que se encuentran impunes y activos en el presente. Depende de nosotros percibir cuánto de lo que nos tocará en el futuro posea la herencia reconocible del rancio terror que acecha reciclado, aunque lo haga bajo furiosas y presuntamente novedosas máscaras. Lo que en El juicio asoma no es únicamente la Argentina de 1985, sino que es la anatomía de un estado de cosas que interpela a la Argentina en 2024. Y que reclama no solo la resistencia a un mundo de imágenes mediales orientada a la promoción de una injusticia y una violencia en espiral creciente, sino también un combate por la construcción de sentidos y horizontes. Una contienda, en última instancia, propiciadora de esa revinculación entre las imágenes y el mundo que el cine de lo real persigue.
Eduardo A. Russo
Docente, crítico e investigador en cine y artes audiovisuales. Doctor en Psicología Social. Dirige el Doctorado en Artes de la Facultad de Artes de la Universidad Nacional de La Plata (FDA-UNLP), Argentina. Es profesor de Grado y Posgrado en Argentina, Chile, México, Brasil, Perú, Colombia y Cuba. Director de la revista Arkadin. Estudios sobre Cine y Artes Audiovisuales (FDA-UNLP).