Documental argentino:

resistencia al poder de las convenciones

por María Iribarren

“Elevar el propio pensamiento hasta el nivel del enojo,

elevar el propio enojo hasta el nivel de una obra.

Tejer esta obra que consiste en cuestionar la tecnología, la historia y la ley.

Para que nos permita abrir los ojos a la violencia del

mundo que aparece inscrita en las imágenes.”

Georges Didi-Huberman1

Origen y después

El documental argentino —a partir de la década de 1950, montado a las “nuevas olas” que embistieron la hegemonía del clasicismo hegemónico después de la Segunda Guerra— puso en tensión un empeño de doble signo: construir imágenes críticas de la realidad social y latinoamericana, a la vez que explorar modos de representación de los acontecimientos desde una mirada autoral y anticapitalista. Cualquier “tradición”2 que consultemos exhibe ambos rasgos como determinantes para mirar “lo real”.

Fernando Birri
Raymundo Gleyzer

Fernando Birri, Pino Solanas (Grupo Cine Liberación) y Raymundo Gleyzer (Cine de la Base) son los tres nombres que, no sólo, organizaron esas experiencias sino que pusieron en crisis el canon del documental al probar herramientas atribuidas al cine de ficción o al cine experimental.

Durante las décadas del 60 y el 70, algunos de los debates que la izquierda mantuvo con el peronismo (la conveniencia o no de la lucha armada, el pasaje a la clandestinidad, revolución nacional o revolución permanente), además de otros que conmovieron el ambiente intelectual y artístico tras la Revolución Cubana, quedaron transcriptos en esos documentos en treinta y cinco milímetros.

Recortándose del “cine militante” para reivindicar la radicalización de la experiencia cinematográfica aunque sin renunciar a dar cuenta de “lo real”, tutelados por el Instituto Di Tella y promovidos por el diario La Nación, otro grupo asumió la voz de los “raros” (toda época los tiene). Entre ellos hay que situar a Alberto Fisherman, Edgardo Cozarinsky, Rafael Filippelli, Hugo Santiago y Julio Ludueña3. Sus intervenciones, testimonian el cruce entre resistencia al poder político y vanguardismo que caracterizó sus películas.

Genocidio y después

La heterogénea y valiosa experiencia cinematográfica que se inauguró en 1958, quedó interrumpida por el golpe de estado del 24 de marzo de 1976. Desde esa fecha hasta 1982, salvo casos aislados, no se produjo obra en un sentido estricto. Por el contrario, la dictadura dinamitó las cofradías (también las de cineastas) provocando exilios, persecuciones, secuestros y crímenes. La imagen de “lo real” había desaparecido.

Con la “restauración democrática” y el paulatino levantamiento de la censura, la producción cinematográfica comenzó un proceso de reanimación. Sin embargo, así como la redemocratización de la vida cotidiana había sido dañada por el diseño político neoliberal, el cine atravesó viejos/nuevos dilemas: asumir la preservación de la memoria o anticiparse al futuro emprendiendo la reconceptualización y especificidad de la práctica; recuperar, a través de nuevos modos de representación (y diseños de producción acordes), la imagen (material y simbólica) de los cuerpos exterminados por el régimen militar o sumergirse en la abstracción existencial.

Paola Margulis define el período 1982-19904 como “de formación” del documental post-dictadura:

“… la caracterización de esta etapa como formacional remite a una doble circunstancia: por una parte, a un momento de recambio generacional y emergencia de una nueva camada de realizadores cuya formación —educativa y/o de oficio— estará volcada hacia la especialización en el documental, mientras que por otra parte, esta etapa transicional también estaría caracterizada por la diversificación de formaciones —grupos, colectivos y cooperativas— de diverso orden relacionadas con la producción documental”.

Acomodándose en la tradición documental de la Escuela de Santa Fe y enmarcando su labor dentro de la Antropología Social, Tristán Bauer, Alberto Giudici y Silvia Chanvillard fundan Cine-Testimonio5 en 1982, con el propósito de hacer “un cine de discusión”. Utilizaban cámaras de 16 milímetros, entre otras cosas, porque “la cámara de 35 es tan pesada que impone cierta distancia con aquello que está filmando. La de 16, en cambio, tiene una relación más directa y, diría, coloquial con lo que se filma. Precisamente una de las características de la industria cinematográfica moderna ha sido buscar cada vez cámaras más livianas. El desarrollo de un cine como el de la nouvelle vague en Francia, que planteaba la cámara con ojo, la cámara subjetiva, precisamente surge conjuntamente con una cámara que podía desplazarse o moverse con el realizador”6.

Manteniendo el carácter independiente, en 1986, Carmen Guarini y Marcelo Céspedes dirigen Hospital Borda: un llamado a la razón y, junto a otro documentalista, Alejandro Fernández Mouján, fundan Cine Ojo7. A casi cuarenta años de ese filme inaugural y a lo largo de estas décadas, el catálogo de Cine Ojo confirmó la utopía vertoviana a la que alude su nombre: en él confluyen realizadorxs argentinxs y extranjerxs, veteranxs y nóveles.

No hace falta resaltar que la heterogeneidad temática, formal y conceptual es uno de los rasgos de este proyecto, o por lo menos de quienes se fueron incorporando a él. En el artículo “Cine Ojo: un punto de vista sobre el territorio de lo real”, Guarini y Céspedes sostienen: “Si algo caracteriza al cine documental, aquello que lo hace posible, reductible, materializable, es ‘el encuentro’ que se fuerza o se solicita o se estimula con una parte del mundo. Un encuentro cuya fragilidad o solidez depende de un autor, y que torna la realización de un documental una empresa de riesgo creativo tanto personal como, sin ninguna duda, político.
Nada nos es dado. Todo hecho, persona o conflicto filmado es resultado de un encuentro, y ese momento lleva un trabajo de elaboración, de recorte, de elecciones constantes que siempre intentaremos subsumir en alguna forma, a sabiendas de que tal forma será siempre provisoria y múltiple.”

Cine Ojo fomentó un cine político de autor que partía del punto de vista crítico hacia cualquier modo de realismo: “la realidad” la construye la cámara, mientras que esa construcción está destinada a un espectador en número singular. Por esta vía, la propuesta de Cine Ojo derramó sustancia para el debate en torno a aquella articulación cine + política = revolución, agregando ahora las condiciones de producción/distribución/exhibición específicas del documental y las formas en que estos materiales eran/son percibidos por las audiencias.

Estallido y después

Los 90 vieron nacer los primeros colectivos de producción e investigación documental que se configuraron —amalgamando iniciativas de índole diversa— apremiados por el deseo de capturar con sus cámaras las luchas populares contra la segunda aventura neoliberal ejecutada por el menemismo. El primer aspecto que estos grupos rechazaron fue, precisamente, la creación individual: el nombre propio se fundió con el del movimiento para dar sentido a un cine que se autoconstituyó como acontecimiento colectivo y social. En este aspecto, el plan era: ser testigos y protagonistas, poner la cámara al servicio de la revuelta histórica, intervenir la secuencia de “lo real” asumiéndose como agentes de una transformación.

Durante esa década nació el llamado “cine piquetero” materializado en colectivos como Boedo Films (1992), Wayruro (1992, de Jujuy), Alavío (1996), Contraimagen (1997), Primero de mayo (1998), Cine Insurgente (1999) y Ojo Izquierdo (1999, de Neuquén). Las cámaras de todos ellos militaron para registrar el surgimiento, los debates y las luchas de nuevas organizaciones sociales y movimientos de desocupadxs.

Durante la crisis terminal del gobierno de La Rúa se sumaron Ojo obrero, Venteveo Video y Argentina Arde (2001). En 2002, Mascaró Cine Americano y Kino Nuestra Lucha. En 2003, Documenta (de Santa Fe). Los registros obtenidos por esos colectivos, desde diferentes ángulos y entre las balas policiales, dieron testimonio de la verdad histórica que los medios corporativos desdeñaban al resguardar sus cámaras detrás de los cordones policiales. Fue por esas películas “urgentes” que hubo (que hay) imágenes de la represión desatada por el gobierno en agonía.

Pocos años después, se fundó DOCA Documentalistas de Argentina que nucleó buena parte de aquellas asociaciones pioneras y, más tarde, medios de comunicación alternativos (Barricada TV). En el libro Elogio de la rebelión8 varixs protagonistas recogieron aquellas experiencias, trazaron arcos de tradición documental en los que aún se inscriben sus miembros, actualizaron la reivindicación del cine militante, así como la voluntad de reavivar debates aún vigentes en el campo documental.

La renovación y la relevancia en ascenso del cine documental (rara vez incluido en los estudios sobre el “Nuevo Cine Argentino”) justificó la creación de una agencia de noticias (“alternativa y popular”) que reunió a documentalistas y medios de comunicación comunitarios e independientes. Desde 1994, ANRed (Agencia de Noticias Red Acción) se conformó como usina de abastecimiento documental para cineastas y lectorxs en general.

Después de DOCA, entre 2008 y 2009, se crearon RDI (Realizadores Integrales de Cine Documental, encabezada por Virna Molina y Ernesto Ardito), y ADN (Asociación de Directores y Productores de Cine Documental Independiente de Argentina).

¿Conclusiones?

A lo largo del tiempo, todas estas formaciones convivieron/conviven con cineastas independientes que abrieron una huella personal en el campo documental, dilataron los horizontes de ese cine y radicalizaron su hibridación formal. Tales son los casos de Carlos Echeverría, Ana Poliak, Pablo Reyero, Gustavo Fontán, Albertina Carri, Franca González, Nicolás Prividera, Martín Solá, Lola Arias, Agustina Comedi, Cecilia Kang, Leonora Kievsky, entre muchxs otrxs. En la misma línea, Colectivo de Cineastas (CDC, creada en 2016) pasa por alto la frontera entre documental y ficción, así como la restricción autoral para incluir entre sus socixs “directores/as, productores/as, técnicos/as, estudiantes, periodistas y personas relacionadas al ámbito audiovisual”.

Dos circunstancias signan el pasado y el presente del documental argentino. En el pasado, la resistencia al poder político así como a las matrices hegemónicas de ese cine, explorando modos de representación y modelos de producción. En el presente, la irrupción y expansión del documental en primera persona, la incorporación de herramientas digitales, así como el número creciente de realizadoras y realizadorxs cuyas películas, entre muchas otras virtudes, saldan la ausencia de imágenes de “lo real” con mirada de género.

Por último, necesito resaltar la perentoriedad del documental para la escritura y el retrato de la crisis democrática, la emergencia ambiental y la ambivalencia de “la verdad” que atraviesa el mundo en estos días. El cine es, quizás, el único campo capaz de conjeturar un pueblo que todavía no es.


Notas

1
  • “Como abrir los ojos”, prólogo a Farocki, Harun (2013). Desconfiar de las imágenes, Caja Negra, Buenos Aires.
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2
  • Uso el término en su sentido literal eludiendo las problematizaciones teóricas de Adorno, Borges, Deleuze y tantos otros.
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3
  • Ver Peña, Fernando Martín y col. (2003). Generaciones 60/90. Cine Argentino Independiente, Malba Cine, Buenos Aires
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4
  • Margulis, Paola (2014). De la formación a la institución. El documental audiovisual argentino en la transición democrática (1982-1990). Imago Mundi, Buenos Aires.
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5
  • Más tarde se sumaron Víctor Benítez y Marcelo Céspedes.
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6
  • Alberto Giudice. Entrevista publicada en la revista Mascaró, Nº 4, Buenos Aires, 1983.
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7
  • Ver Brodersen, Diego y Russo, Eduardo A. (2007). Cine Ojo, un punto de vista sobre el territorio de lo real. Ediciones Gráficas Especiales, BAFICI, Buenos Aires.
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8
  • AA.VV., Mascaró, Juan comp. (2023). Elogio de la Rebelión. Cine y contrainformación en las luchas populares (1992-2002). DOCA. Documentalistas de Argentina, EdUNLU, Buenos Aires.
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María Iribarren

Periodista, docente, crítica audiovisual y gestora cultural.

Fue redactora en medios gráficos (Clarín, Tiempo argentino, Revista 23, Magazin Literario, Revista Rumbos, Directores) y digitales (Ciudad Internet, El Acomodador, ZOOM). Trabajó en radio (Del Plata, Rock&Pop) y TV (Ciudad Abierta).

Junto a Roberto Valle, fundó y dirigió Cinecrópolis. La ciudad del cine alternativo.

Dio clases en Filo-UBA (Literatura del siglo XX; Problemas de Literatura Latinoamericana), UNDAV (Escuela de programadores para una nueva TV) y en la UNPAZ (Historia del cine), en la que dirigió las licenciaturas en producción y gestión audiovisual y de videojuegos.

Coordinó el sector audiovisual del MICA (nacional, provincial, regional e interatlántico) para el Ministerio de Cultura.

Publicó Números quebrados (1994, Último Reino); emak bakia (2016, Linda y Fatal Ediciones); Cultura comunitaria del NO bonaerense (2021, producción y coordinación editorial en colaboración con Matías Farías, EDUNPAZ); Cuerpos, memorias, representaciones. Apuntes sobre el realismo en Carri, Guarini, Martel y Molina (2023, CG Editorial).

Actualmente, es columnista de El desconcierto de Quique Pesoa, escribe en el sitio Con los ojos abiertos y colabora con RGC Ediciones.

María Iribarren. Foto de: Vicky Gurrieri